13/12/2012 - El Prado
Fue al sentir aquel intenso cosquilleo en las manos cuando
realmente tomó conciencia de que el fin ya estaba cerca.
En los últimos meses y muy lentamente había ido siendo
testigo de cómo todos fueron marchándose. Su familia, sus amigos, todos, a la
mayoría se los llevó la muerte dulce, otros, impacientes, no quisieron
esperarla. Ahora le había alcanzado a él.
Durante muchas y largas horas estuvo acurrucado en el rincón
de su habitación, antes compartida y tan llena de vida y ahora vacía y
silenciosa. Tenía miedo y lloró por su desgracia, que era la desgracia de la
propia humanidad. Y fue entonces, consciente de su soledad, de aquella
impenetrable y angustiosa soledad que le rodeaba, cuando se dio cuenta de que
ahora más que nunca, necesitaba el calor y la cercanía de otros seres humanos.
Sin pensarlo demasiado salió a las desoladas calles y buscó
desesperadamente un coche que funcionara. El suyo hacía tiempo que se había
quedado sin gasolina y conseguirla ya era imposible desde hacía muchas semanas.
Cuando lo encontró condujo con desesperación. Desde los primeros tiempos de la
propagación de la plaga, corría el rumor de que grupos de personas se reunían
en un lugar llamado “El Prado” para despedirse confraternizados.
Quería, necesitaba desesperadamente creer en esa leyenda,
deseaba con todas sus fuerzas que existiera un lugar como ese, no podía comprender
que todo terminara así, en el más absoluto vacío y abandono. Durante los
últimos tres días no había hablado ni visto a nadie y necesitaba
desesperadamente el calor y el abrazo humano más que ninguna otra cosa. No le
importaba morir, pero de repente la posibilidad
de hacerlo, sólo y en un mundo que ya no existía, le ahogó hasta casi
paralizarle la respiración.
Condujo durante varias horas sin saber muy bien cuanto ni
hacia donde, únicamente sabía que tenía que dirigirse al sur. Finalmente,
cuando ya desesperaba, encontró un gran valle y en todo su alrededor… PERSONAS.
Emocionado dejó el coche y echó a correr. Cuando se acercó pudo comprobar que
apenas había un centenar que paseaban por la hierba y entre los árboles. Todos
iban cogidos de la mano y en pequeños grupos, unos más grandes, de hasta ocho o
diez personas, otros simplemente eran parejas, pero ninguno caminaba solo.
Nadie gritaba, tampoco se oían rezos desenfrenados, no se escuchaban súplicas
ni maldiciones, simplemente eran hombres y mujeres, también niños, algunos
llevaban sus mascotas que sin duda les sobrevivirían, que hablaban o jugaban y
sobre todo esperaban lo que era inevitable.
Una joven de unos veinte años y un hombre de aproximadamente
sesenta se le acercaron y le ofrecieron sus propias manos - ¿Te ha alcanzado la muerte dulce? –
preguntó con suavidad el hombre. - Hace
ya unas quince horas – respondió él.
Por los claros ojos de la joven resbalaron algunas lágrimas,
pero ninguno de los dos dijo nada,
simplemente le cogieron de la mano y los tres comenzaron a caminar juntos y
lentamente por entre la hierba.
Durante solo unas pocas horas en el atardecer de aquel jueves pudo pasear entre los árboles cogido
de la mano con aquellos dos desconocidos, pero lo verdaderamente maravilloso
fue que ya nunca, en ningún momento tuvo
miedo ni volvió a sentir la soledad.