martes, 21 de agosto de 2012

12/10/2012 - Claustrofobia







    12/10/2012 - Claustrofobia





¡El hombre, no se lo podía creer!. Quería salir de su pequeño utilitario, pero por mucho que empujaba, no se abría ninguna puerta. Lo intentaba una y otra vez y nada. Rompería los cristales, si estos no bajaban, con las manos o con los zapatos. Nada. Le entró un sudor frío que le empujaba a una velocidad de vértigo hacia el desespero, directamente al abismo. Los otros coches, que como él estaban atrapados en aquel atasco de tráfico en una calle de salida de la ciudad, lo miraban con la indeferencia, con que se mira al vecino de al lado: de soslayo. Las señoras conductoras, muy puestas en su papel de señoras estresadas, por la familia y el trabajo, seguían hablando por teléfono mientras repasaban con la mirada el aspecto de sus manos y el maquillaje de su cara en el espejo retrovisor. Los hombres casi siempre con papeles, revisando quietos sus asuntos, sus papeles, sus periódicos...

Incluso en aquella escapada masiva provocada por un enemigo desconocido e invisible, cada cual iba centrado en sus propios asuntos y preocupaciones.

Todos parecían no darse cuenta de nada y tampoco sospechaban que aquel hombre, atrapado dentro de su vehículo, luchaba con todas sus fuerzas para que le vieran. El tiempo pasaba. El atasco no se disolvía y nadie se movía. Todos sin pestañear eran completamente ajenos a la gran angustia de aquel hombre atrapado y medio ahogado.

Pronto se dio cuenta de que ya no lo veían, habían desaparecido de su vista y él tampoco podía mirarlos a ellos. El vaho de su propia respiración ya no le dejaba ver nada con claridad. Y esto le aturdía más y más. Cada vez más. No podía  chillar y ya no veía a nadie para pedir auxilio. Solo se trataba de que abriesen la puerta desde fuera, pero no lo sabían ni nadie se percató de la situación. Ni al tocar insistentemente el claxon, solo recibió que protestas con más pitadas, hasta que agotó la batería. El miedo se adueñó de él. Se encontraba desvalido. Luchaba contra todos los elementos y contra su propio miedo. Se sentía perdido, solo en el mundo y abandonado a su suerte. Ya no quedaba nada donde aferrarse. Nada.

Cerró los ojos, quería descansar un poco. Si, si eso, descansar. Enseguida se dio cuenta que lo conseguiría, en un lugar que hasta entonces no había atinado. 
Bajo la cabeza hasta los pedales del acelerador y el embrague. Ya le empezaba a entrar por una pequeña rotura de la junta de goma el aire fresco de la playa, aquella playa desierta que hacia tanto tiempo soñaba. Y allí estaba ¡¡¡Santo Dios que felicidad!!! Era el goce supremo que por fin empezaba a tocar con la punta de  los dedos.

Aportación de Montserrat Sala del blog Refexións en veu alta


domingo, 5 de agosto de 2012

Cuando acabe todo

Poema para un Apocalipsis

 Cuando acabe todo


Cuando acabe todo lo que conocemos,
y el todo sea la nada perdida en la nada,
la soledad disuelta en cenizas,
el vacío intangible de la no existencia.
Cuando ya no tenga sentido la vida,
ni el poder, ni el más fuerte, ni el futuro, ni el éxito.
Y nos quede tan solo un instante fugaz
en el que aferrarnos a lo que más queremos
y apretarlo tan fuerte contra nuestro pecho
que apenas quede espacio para ese frío suspiro
que nos arranca el alma y hace dulce la muerte.
Cuando acabe todo lo que conocemos,
quedaremos tú y yo para siempre

miércoles, 1 de agosto de 2012

24/09/2012 - La última mirada



 



24/09/2012
 La última mirada


 



Hacía semanas que no salían a la calle para evitar el contagio, habían adquirido todo lo necesario para poder atrincherarse en el departamento desde que se habían enterado de la expansión del virus VMH-07.
Las noticias eran cada día más nefastas. En la ciudad ya casi no quedaba gente con vida, los hospitales estaban cerrados, habían desbordado de pacientes que a pesar de los esfuerzos habían fallecido y que, sin saberlo ni quererlo, habían infectado a todos los que se habían cruzado en su camino.
Pero ahora por fin había llegado el momento.
La noche anterior su mujer  había pasado por un infierno de dolor, pero las contracciones más fuertes habían sido esa mañana.
Este era el día que habían esperado toda su vida. Les había costado tanto poder engendrar a ese hijo que cuando su mujer le dijo que estaba embarazada pensaron que había sido un milagro. Después de tantos años de tratamientos, estudios y medicaciones, cuando al fin se habían dado por vencidos, ocurrió lo inesperado.
Los primeros tres meses habían permanecido callados, mirándose todos los días llenos de miedos, sin decir casi nada. Como si el mundo fuera de algodón. Después del cuarto mes se relajaron y le dieron a todos la noticia. Y  luego cada día había sido un nuevo descubrimiento para los dos. Cada ultrasonido, cada monitoreo se había convertido en un acontecimiento.
Cuando empezó la locura del virus, y aunque todavía no se conocían bien las razones ni los riesgos, habían decidido suspender todo, no arriesgarse ni un minuto más a contagiarse  y tener el bebé en casa.
Esa mañana cuando las contracciones de su esposa le indicaron que ya era el momento preparó la cama con sábanas limpias, agua, desinfectante y pinzas para cortar el cordón. Ya habían practicado el procedimiento miles de veces y estaba listo.
El parto fue rápido, el bebé salió a la vida de una disparada, sin desgarros ni desarreglos. Así como asomó a la vida, lo tomó entre los brazos, lo limpió con una toalla húmeda,  le cortó el cordón y se lo puso a su esposa en el pecho.
Menos mal que el obstetra no se había equivocado con la fecha del nacimiento.  No le quedaba mucho tiempo más. No se resignaba a  perderse la oportunidad de verle la cara a su hijo y tampoco de poder disfrutarlo al menos por esas horas que le quedaban.  El día anterior había sentido  un cosquilleo que le recorría las piernas y las manos, sabía lo que se le anunciaba, pero no dijo nada, era demasiado tarde para dar la mala noticia, si él estaba infectado todos en su hogar también lo estaban. La muerte dulce ya estaba cerca.  Evidentemente el virus se había fortalecido en todo ese tiempo y ya no respetaba ni siquiera a los que se habían mantenido aislados.
Cuando terminó de limpiar todo, se recostó al lado de su esposa que con los ojos empañados le mostró sus manos adormecidas. Ella también había sentido los síntomas desde el día anterior y no se había animado a decir nada. Se abrazaron en silencio y dejaron correr las lágrimas. Después los rodeó el silencio.
Ambos posaron sus ojos en los ojos de su hijo,  que acurrucado sobre el pecho de su mamá ya respiraba con dificultad,  y  esperaron. Hasta sentir como  la muerte se hacía dulce por el amor reflejado en esa última mirada.