19/09/2012 - Amor de verbena
Eran las fiestas de San Genaro y Alex y su banda tocaban, completamente entregados, las canciones programadas y otras que le iba pidiendo la entusiasta y agradecida audiencia de aquella recóndita aldea alejada de casi cualquier lugar.
Todo el pueblo, más concurrido que nunca, estaba en la plaza engalanada, los niños correteaban alegres y alocados por entre la gente, los hombres daban buena cuenta de los botellines de cerveza que se iban amontonando en las improvisadas barras que por toda la plaza habían dispuestas, y las mujeres y los jóvenes bailaban agradecidos a los sones de la versión que Alex y su grupo hacían de Black Eyed Peas y otros cantantes de moda.
Todos allí eran ajenos a cuanto sucedía en el mundo. Ese día todo lo que no fuera diversión estaba prohibido.
Hacía rato que Alex se había fijado en un grupo de jóvenes, y en especial en una de ellas que lo miraba con ojos entre tímidos y seductores, bailando con un ritmo acompasado, mientras daba pequeños sorbos a través de una pajita metida dentro de un vaso de plástico.
Alex era consciente de que estar ahí arriba era un imán para muchas jóvenes, atraídas por lo que ellas consideraban el fulgor de alguien famoso por el simple hecho de estar subido a un escenario. Alex no dudó en seguirle la corriente, y así se inició un juego de miradas y seducción entre ambos. A sus veintinueve años sabía muy bien como atraer a jovencitas como ella. Esa era una ventaja a la que raramente renunciaba. Hoy menos que nunca.
Al terminar la verbena, Alex y su grupo fueron a la escuela y allí hicieron uso de las duchas a modo de camerino, algo muy habitual en aquellos bolos de verano por los pueblos. A la salida, y tal y como habían quedado mediante gestos y guiños, estaba Rosa, así dijo llamarse la joven, esperando bajo un árbol en una zona semioscura y algo alejada de la escuela y de la plaza. Cuando Alex llegó, la saludó con cortesía mientras le pasaba un cigarrillo de marihuana a medio consumir, ella inicialmente lo rehusó, pero ante la insistencia de él, finalmente lo aceptó, dando unas profundas y desenvueltas caladas. Era Rosa una morena de diecinueve años recién cumplidos, de complexión recia y prominente pecho, aunque no muy alta; sus ojos color caramelo era lo que más sobresalía de un rostro decididamente vulgar aunque agradable. Apenas había salido del pueblo y trabajaba ayudando en la carnicería de su padre. Y lo más interesante para Alex, nunca había tenido novio ni relaciones con otros chicos.
Alex, halagador y zalamero, fue envolviéndola en un halo de irrealidad con lisonjas y preguntas interesadas que la hacían sentir importante y única. Rosa se sentía bien junto a él, la escuchaba y parecía entenderla; así es que no tuvo ningún reparo en contarle cuan harta estaba de todo. Le contó lo reprimida y sola que se sentía en aquel pueblo perdido en mitad de ningún sitio y lo aburrido de no ver nunca a nadie salvo a las cuatro abuelas chismosas que acudían a la carnicería; le explicó su hartazgo de vivir durante meses y meses casi sin amigas, todas estudiaban en la capital, y sin apenas distracciones. Su madre hacía ya varios años que había muerto, según dijo Rosa también de aburrimiento, y las peleas con su padre eran continuas. Hacía ya tiempo que le rondaba por la cabeza irse de allí.
Esa noche iba a ser la de su verdadera liberación.
Mientras se sentaban bajo la tenue luz de la luna de Septiembre, Alex dejó salir toda su aura de seductor implacable, aunque no pudo evitar sentir una cierta empatía por aquella joven que había abierto su corazón a un desconocido como él. Eso le gustó, hacía más tentadora la conquista.
Le gustaba Rosa, le había caído bien su franqueza y hasta hubiera jurado que empezaba a sentir cierta atracción hacia ella. Idea que rápidamente retiró de su cabeza.
Con seguridad y delicadeza la fue empujando hasta el suelo, ella quedó allí esperando y entregada, él la miró con deleite durante unos segundos. Luego, mientras en el pueblo lanzaban los fuegos artificiales que anunciaban el fin de las fiestas de San Genaro, Alex sacó de uno de sus bolsillos una pequeña navaja de apenas cinco centímetros. Rosa embriagada por el momento no fue capaz de detectar ningún peligro, ni siquiera cuando, con una mano, Alex le tapaba suavemente la boca mientras con la otra le hacía una pequeña incisión en el cuello para rápidamente comenzar a absorber su sangre.
Desde hacía algunas semanas corría el rumor de que una epidemia estaba asolando el planeta dejando miles de muertos a su paso, la muerte dulce la llamaban, también decían que bebiendo la sangre de una virgen se lograba ser inmune al virus. Alex no quería morir.