15/12/2012 - La maldición
Bajo un persistente manto de
agua, Yussuf enterraba a su mujer. A su izquierda, Kuaima mantenía la cabeza agachada y el más
respetuoso de los silencios, a su derecha, Simbara, con apenas tres años lloraba
de manera estentórea y entre hipadas, aunque el motivo de su persistente llanto
nada tenía que ver con la mujer a la que aquel hombre grande y circunspecto
acababa de dar sepultura.
Tres meses había pasado Yussuf en
las altas montañas de pastoreo, con sus animales como única compañía. Tres meses
en los que el cielo y las estrellas se convertían asiduamente en los mejores confidentes
y en sus más fieles consejeros, y donde la soledad lo transformaba en el único dueño
de su propia felicidad.
Era al finalizar el tercer ciclo
de luna llena cuando llegaba el momento del regreso, a su hogar con su querida
esposa. Su masculina vitalidad iba rebosante de deseo carnal. Ímpetu que, a
pesar de su fuerza y juventud, el Señor aun no había tenido la gracia de gratificar
con un hijo. Se extraño no ver desde la lejanía a su mujer, joven, alegre e impaciente, esperándolo como era habitual. Su
extrañeza se tornó en desespero cuando al entrar al chamizo la encontró tendida
en la cama, inerte y fría.
Sin pararse a averiguar si estaba
viva, la angustia le llevó a cogerla en brazos y a correr colina abajo hacia el
poblado. Allí el paisaje no podía ser más desolador. Por más que buscó no
encontró al médico, ni a la partera, ni siquiera al jefe del poblado, No vio a
nadie... con vida. Las calles y los caminos estaban inundados de cadáveres y desde
el interior de las chozas de adobe únicamente salía un espantoso y sobrecogedor
hedor a muerte.
Miró a su mujer y entre lágrimas reconoció
que también estaba muerta. Con delicadeza la depositó en el interior de una
casa vacía y con la angustia atenazándole la garganta se dispuso a recorrer el
pueblo, buscando no sabía muy bien que, algo que le diera alguna explicación
del porqué de aquel espectáculo dantesco y sobrecogedor. Al cabo de un rato
cayó en la cuenta de que apenas había sangre por las calles, tampoco en los
cuerpos, no había nadie mutilado o muerto de manera violenta, aquello que fuera
lo que los había matado a todos no era la matanza de una tribu enemiga, como tantas
veces ocurriera en el pasado. Sin duda algo misterioso y terrible había
exterminado a la aldea entera.
Algunas cabras se paseaban por
las polvorientas calles, ajenas y libres; los perros ladraban y gruñían
enseñando los dientes, mirándolo con recelo y hambrientos, y los gatos, liberados de protocolos, ya habían
empezado su macabro festín. No quería estar allí mucho más tiempo. El poblado
era un enorme cementerio al aire libre y el olor empezaba a impregnar todo el
ambiente. Únicamente quería enterrar a su mujer y marcharse de allí, lo más pronto
y lo más lejos posible.
De pronto le pareció escuchar un
llanto. Salía del interior de una de las chozas. Entró y se encontró con una
escena que le heló la sangre. Una familia entera de cinco personas estaba diseminada
por la estancia. Todos estaban muertos. Pero al fondo, en un rincón, un niño
temblaba asustado, conforme se iba acercando, el niño se acurrucó aun más,
mirándolo fijamente con sus enormes ojos negros. A su lado, una niña de unos
tres años, mordía del pecho de una mujer que sin duda llevaba muchas horas
muerta.
Con la mayor delicadeza que un
hombre de su rudeza pudo mostrar, cogió entre sus brazos a los dos niños y los
sacó de allí, la niña se resistió a soltarse del pecho de su madre, luego les
habló suavemente y les fue tranquilizando hasta que pudo preguntarles por lo
que había ocurrido en el poblado.
Así pudo saber por boca del joven
y valiente Kuaima, que desde hacía aproximadamente un mes la gente del poblado
había empezado a morir de repente y sin ningún motivo aparente. Hablaban de una
maldición que primero se había llevado la lluvia y luego a las personas. Todos
empezaron a tener mucho miedo. El jefe de la tribu hizo asambleas y comenzó a
sacrificar cabras como hacían los antiguos, pero muchos en el pueblo estaban en
contra de volver a las viejas creencias porque eso insultaba a Dios. Se
pelearon entre ellos, pero cada día morían muchos más, hasta que el propio jefe también murió. Entonces todos
abandonaron la esperanza, algunos se marcharon, otros se encerraron en sus
propias casas a esperar.
Kuaima y Simbara eran hermanos; toda
su familia había muerto apenas hacía dos días y en un breve intervalo, la
última fue su madre. Murió mientras le daba el pecho a su hija, desde entonces
la niña no cesó de llorar y apenas comía nada de lo que su hermano traía, nunca
encontró la manera de separarla del pecho seco e inerte de su madre al que se
había agarrado con todas sus fuerzas.
Yussuf escuchó en silencio y con
los ojos inundados en lágrimas, cuanto le contó el niño. Algo tuvo claro, aquel
lugar estaba henchido de muerte y debían de irse de allí lo más rápidamente
posible, era lo único importante. Encontró un carro amarrado a una vieja bicicleta,
rápidamente recogió utensilios y comida, luego buscó una pala y de una manera
casi impulsiva cavó un hoyo en el que enterró a su esposa. Fue entonces cuando
el cielo por fin se abrió y comenzó a llover de forma torrencial, como si Dios
quisiera limpiar de un plumazo toda la pestilencia a muerte que aquel poblado
desprendía. Durante unos minutos rezo por el amor de su vida, que ahora descansaba
bajo aquel pedazo de tierra, pero también por todo su pueblo que ya no existía,
a excepción de esos dos niños que ahora se habían convertido en su propia
familia. Al terminar, y bajo el intenso aguacero, el hombre subió a los niños
encima del gran fardo que había creado sobre la bicicleta y, con decisión y sin
mirar hacia atrás, Yussuf, sin plantearse motivos, empujó su preciada carga lentamente
y sin destino en busca de un nuevo hogar donde volver a comenzar.
Aquel hombre tenaz, en la ingenuidad de su pequeño y aislado mundo,
pensó que podría escapar, huir de la amarga realidad que rodeaba al planeta.
Pero nadie, en ningún lugar, escapaba jamás a la maldición de la muerte dulce.
Aportación de José Vte. García del blog El sueño de la colina
Hola José Vte.
ResponderEliminarEste relato me gusta especialmente, porque sucede en África, don en la triste realidad la muerte yo diría que amarga pues es real, se lleva a los habitantes, en su misería y plagas.
Veliente su protagonista que no se deja derrotar y se lleva a los niños supervivientes, aunque luego venza la muerte dulce.
Recibe un abrazo, Montserrat
Estupendo relato, me gusta.
ResponderEliminarBicos
Que triste el relalato y que tierna actiud del protagonista con que delicadeza lleva a los niños..
ResponderEliminarLa foto que has puesto es impactante...Africa está llena de historias de muete y hambrunas.
Un abrazo
Muerte en e día de los muertos. Destino común e irrenunciable.
ResponderEliminarEl relato va de muerte, como el día de hoy...
ResponderEliminarSalud
Una tristeza me ha embargado al ver la foto y sobre todo a la niña, con esa cabecita agachada.
ResponderEliminarCrónicas del continente mas abandonado que hay en la capa de la tierra (donde yo nací y quiero visitar) y por si fuera poco el azote de la muerte que desola aún más.
Mientras tanto sienten una esperanza de salvación.
Un buen relato que hace de broche casi final.
Besos, Jose Vte
Anna J R.
Hay maldiciones que se ceban con los más humildes, aunque esta muuerte dulce se los lleva a todos.
ResponderEliminarMuy bueno.
Abrazo
Un relato muy propio y acertado para el final de tu espacio La Muerte Dulce.
ResponderEliminarEntiendo que la ausencia de violencia en los cuerpos, nos hace suponer que se tratara efectivamente de una dulce muerte, si es que ésta existe.
Un broche digno y sobrecogedor.
Y como parte colaboradora de este rincón de letras ideado por ti, espero que nos anuncies pronto otro bloque para hacernos cavilar y trabajar los sesos. Porque sinó se apolillan las ideas.
Te envio un fuerte abrazo amigo.
Pero tal vez él con la niña y el niño a sus espaldas, sí pueda eludir a la muerte dulce.
ResponderEliminarUn buen relato amigo.
Un abrazo
Un relato completamente diferente a todos, quizás porque se desarrolla en un lugar tan lejano y ajeno a nosotros. Es conmovedor y te lleva a pasar por todas las emociones mientras se va desarrollando la historia.
ResponderEliminarLa nota final deja un nudo en la garganta, pero ya sabemos que la muerte dulce lamentablemente no perdona a nadie.
Un abrazo enorme.
Es un bello aunque estremecedor relato. Me gusta.
ResponderEliminarTriste, sí, pero muy apropiado y buenísimo!!
ResponderEliminarUn beso, valenciano.
La esperanza es lo último que se pierde, dicen. Lástima, que tengan la mejor de las dulces muertes.
ResponderEliminarFelicitaciones por este bello relato dentro de las Crónicas, besito.
Además de parecerme un relato escrito con mucha sensibilidad, como todo lo que tú escribes, y que toca muy hondo, tengo que darte las gracias por esa "licencia", como tú dices, que te has tomado de poner a los protagonistas los nombres de mi novela "La última vuelta del scaife". La verdad es que me ha hecho mucha ilusión saber cuánto de ellos quedó en ti. Por cierto, creo que te haré caso y volveré a titularla así, "La última vuelta del scaife".
ResponderEliminarGracias por todo, José Vte.