17/12/2012 - El Ángel de la muerte dulce
Un hormigueo incesante se había apoderado de sus brazos,
intentando franquear la delicada frontera que suponían los hombros. Dina sabía
que no tardaría en conseguirlo, lo había visto demasiadas veces como para
ignorarlo. Deambulaba sola por los pasillos del hospital, contando en silencio los
minutos que le quedaban por vivir. A ambos lados se amontonaban los cuerpos sin
vida de aquellos a quienes un día no muy lejano sufragó. Sus rostros,
deformados por la avanzada descomposición, la observaban en silencio anunciando
el inminente final.
Llevaba horas recorriendo el edificio abandonado, como una
niña asustada que se pierde en medio del bosque y espera que alguien la
rescate. Se habría burlado de su propia cobardía si los árboles y las sombras
no hubiesen sido sustituidos por cadáveres y hedor a muerte.
El hormigueo comenzaba a invadir también sus piernas y cada
vez le resultaba más difícil caminar. No podía hacer nada, lo sabía. Solo
esperar la llegada de la Muerte Dulce. Se sentó en un rincón de la sala de
urgencias. Allí era donde se hacinaba el mayor número de cadáveres, decenas de
personas sin nombre que le habían entregado sus últimas horas de vida. Aún
recordaba el día que llegó a la ciudad, ocho meses antes de que el VMH-07
sembrara las calles de muerte y desolación. Atrás quedaban su familia y amigos;
sola, en una ciudad bulliciosa y desconocida, Dina intentó construir una vida
nueva que hoy llegaba a su fin.
Era la única enfermera que quedaba en el hospital,
seguramente la única que se mantenía con vida en toda la ciudad. La mayoría de
sus compañeros perecieron durante el primer mes de la pandemia. El resto, los
que sobrevivieron, no tardaron en huir junto a sus familias al comprender que
no había nada que pudiera detener a aquel virus mortal. No entendía muy bien
cómo había logrado sobrevivir ella. Si bien era cierto que había observado con
rigurosidad las normas de higiene sanitaria, sabía que no existía barrera
posible para el control de la infección. La mayoría habían sido infectados por
familiares o amigos, tal vez su aislamiento involuntario en una ciudad tan
multitudinaria le había concedido una pequeña prórroga de tiempo.
No existía un lugar seguro donde esconderse del VMH-07 y no
tenía sentido huir. Sin noticias de sus seres queridos, aquellos rostros
desconocidos se transformaron con el paso de los días en los rostros de sus
padres, sus hermanos… su única familia al fin. Por eso abandonó de una vez por
todas su empeño por sobrevivir y se instaló en una de las habitaciones del
hospital. Durante veinticinco días exactos convivió día y noche con los
moribundos que le suplicaban salvación, hasta que aparecieron los primeros
síntomas de la enfermedad.
El hormigueo avanzaba. Sus muslos se contraían con pequeños
espasmos que la incomodaban. Había perdido la sensibilidad en las manos y
apenas era capaz de mover los dedos. Echó un último vistazo a cuanto le rodeaba
y se preguntó si quedaría alguien con vida en algún lugar del planeta. Hacía
semanas que se interrumpieron definitivamente las comunicaciones, el furgón del
incinerador había dejado de recoger los cadáveres que ella misma arrastraba
hasta la entrada y los voluntarios que ofrecían consuelo a los moribundos
llevaban días sin aparecer. Sólo Dina continuaba allí, como una ilusión
imperecedera que se niega a desaparecer. “El Ángel de la Muerte Dulce”. Así la
había bautizado el último niño al que vio morir. Para entonces ya no le quedaban lágrimas por
derramar. El dolor y la desesperación de las primeras semanas habían dado paso
a una sensación más irritante aún, la apatía. Ya no le importaba cuántas
personas fallecían al cabo del día, ni buscaba por sus propios medios una forma
de curación. Se limitaba a coger las manos de los moribundos y a esperar en
silencio a que llegara el momento de la expiración. A veces se odiaba por aquella actitud tan
fría pero en el fondo envidiaba a quienes fallecieron primero porque ellos se
ahorraron la imagen de la devastación.
Le costaba respirar. Se arrastró como pudo hacia la entrada,
abriéndose paso entre los cadáveres que obstaculizaban su camino. El hedor a
carne putrefacta lo llenaba todo pero Dina ya no era capaz de distinguirlo. Se
detuvo en la puerta de urgencias, quería ver el cielo una vez más. Su último recuerdo
era el de un cielo oscuro, manchado por una nube de humo gris procedente del
incinerador que trabajaba incansable para limpiar la ciudad. Con el horno
apagado indefinidamente, el cielo había recobrado su color azul y eso la reconfortó.
Notó un ligero pinchazo en el pecho que aumentaba progresivamente de
intensidad. Miró por última vez las calles solitarias; ya no queda nada, sólo
un silencio aterrador que proclamaba la proximidad del fin. Las calles estaban
desiertas, los escaparates rotos y los comercios saqueados. En algunos rincones
las ratas devoraban los restos de lo que debía ser el cadáver de una persona.
La Muerte era la única superviviente allí.
Le pareció ver la figura de un muchacho corriendo en
dirección a los suburbios de la ciudad. Se preguntó si quedaría alguna
esperanza para el ser humano. Se tumbó boca arriba y se dejó llevar por la
inmensidad del cielo. Una enorme sensación de paz invadió todo su cuerpo. Hacía
años que dejó de creer en la religión pero cuando su corazón dio el último latido,
encomendó su alma a Dios.
Esplendido relato Rosaura, me gustó mucho cuando lo lei por la cantidad de sensaciones que genera, ya te lo dije. Esa sensación de angustia es sobrecogedora. Dina es consciente de que de las últimas personas que quedan sobre la tierra, pero ella dedica ese poco tiempo a ayudar a los demás en sus últimos momentos, a consolarlos y a acompañarlos. Un verdadero angel solidario.
ResponderEliminarPracticamente, y de una manera extraordinaria, rubrica una cantidad larga y magnífica de relatos que jalonan esta historia multiple.
Te agradezco el interés que has tenido.
Un abrazo y muchas gracias
Perdón, es Rosamar, que ha sido un lapsus.
EliminarA todos nos gustaría tener un ángel al lado cuando llegue nuestra hora de partir.
ResponderEliminarUn relato bien narrado, felicidades a la autora.
Besos
Bueno, bueno, un relato que me ha interesado desde el principio hasta el final.
ResponderEliminarEnfermera tenía que ser ese "Angel de la Muerte Dulce" ¡jejejeje!...(la vena corporativista me ha salido espontánea). El consuelo del moribundo, la mano amiga que acompaña...
Le deseo desde aquí a Rosamar, que su camino en la literatura esté repleto de éxitos.
Un broche final de lujo. Me encanta Jose Vte, ver nuevas "caras" y nuevas letras en la muerte dulce.
Besos
Anna J R
Gracias por vuestras palabras. He trabajado contrarreloj para que el relato llegara a tiempo y no quería perder la oportunidad de participar en un proyecto como éste. Me encantó leeros a todos los que habéis participado.
ResponderEliminarUn saludo
Ecelente la narración,, la historía va increchendo sin prisas pero sin pausas...esa evolución en sus emociones, esa indefensión ante lo inminente...genial!!!
ResponderEliminarbesos
Muy bueno; duro y tenso como no puede ser de otra manera tratándose del fin del mundo que , por cierto, va quedando menos jajaja
ResponderEliminarMe ha gustado mucho, Rosaura.
Un beso.
Un relato angustiante, uno se mete en él con facilidad y va transitando y sintiendo cada imagen que se describe.
ResponderEliminarEl final me erizó la piel. Es maravilloso!!!
Un abrazo enorme.
Inquietante relato, lleno de angustia, tensión, y con un final esperado pero bien contado, aplausos....
ResponderEliminarsaludos
Hola.
ResponderEliminarGracias por dar a conocer este relato y a su autora.
Yo siempre pienso, debido a mi Fe, que conservo como un tesoro, que somos algo más que cuerpo.
Y después de tanto sufrimiento, tiene que venir la Luz.
Enhorabuena Rosamar.
Un beso, Montserrat