15/10/2012
La habitación
Por fin, después de una larga búsqueda que había comenzado en el momento en que tuve conocimiento de las alarmantes noticias acerca de la aparición del virus VMH07, pude entrar en la Habitación. Aquella que según mis intensas investigaciones debería haberme desvelado el enigma de aquel virus mortífero y su antídoto, que aún estaba por descubrir. Si mis cálculos no fallaban, yo sería el primero en conseguirlo
Creyéndome ya
enfermo, decidí dedicar los últimos, quién sabe si días o semanas de mi vida, a
encontrar la Habitación. Cuando
por fin me encontré delante de la
Puerta que daba acceso a ella, pensé que aquel difícil camino
había llegado a su fin.
Muchos antes de
mí lo habían intentado hasta la muerte, no habían llegado a tiempo. Sus
cadáveres yacían esparcidos delante del umbral, en diferentes estados de
putrefacción. ¿Sería ese también mi fatal destino? Los pocos CIU (Científicos
Ingerentes Unicelulares) que aún no habían muerto hacía días que procesaban la
escena del crimen para aclarar la causa de sus muertes, aunque ésta era ya para
todos evidente: ellos también habrían sucumbido al virus conocido ya como el de
la Muerte Dulce.
Aquella Puerta
era la más robusta y hermética de las que había visto a lo largo de mis experiencias
en abrir Puertas Difíciles. Mirarla desde mi posición, un metro cincuenta, la
hacía aún más imponente; su altura debía sobrepasar cualquier medida conocida
pues se perdía en el infinito. A ambos lados parpadeaba un gran cartel luminoso
que llamaba la atención con sus colores fluorescentes verde y naranja y que se
encendía y se apagaba de manera intermitente advirtiendo al intruso:
¡Solo los que resuelvan esta
ecuación matemática
podrán abrirla!
Cuando volví la
mirada hacia abajo mis cansados ojos miopes descubrieron entonces un cartelito
de plástico con una cadena que colgaba de un gancho adhesivo sobre el que
estaba escrita esta ecuación:
¡Retorcida
propuesta! No iba a ser tarea fácil, intuí.
Ese fue el
primero de los muchos obstáculos que iba a tener que superar.
Empecé por
emplear mis especializados conocimientos en API (Apertura de Puertas
Imposibles) en abrir aquella: la más importante. Detrás me esperaba la solución
a la incógnita que podría salvar a aquella pequeña parte de la Humanidad que aún resistía.
Miré y remiré la
ecuación sin que el conjunto de aquellos pequeños caracteres tuviera
significado para mí en aquel orden sorprendente. Algo se me escapaba.
Pero llegado a
ese punto, después de dedicarle todas mis energías a aquella aventura final, no
podía darme por vencido, pensé. Así que decidí utilizar mi última tarjeta
infotecada de las tres que había tomado prestadas en mi Infoteca antes de
iniciar el viaje. Una vez llegado a mi destino, ya no la necesitaría. Para mi
fortuna, habían instalado junto a la
Puerta el último modelo de Dispensador, el de Objetos Mágicos.
Quizás si mis antecesores hubieran tenido acceso a uno de ellos no habrían
corrido aquella suerte nefasta. Con la tarjeta infotecada obtuve una Libreta
Mágica de la que tanto había oído hablar a mis colegas. Era el último ingenio
salido al mercado para la resolución de problemas complejos de todo tipo, no
solo matemáticos; aún desconocía su funcionamiento. Para conseguirla el
Dispensador me exigía además sacrificar una parte de mis conocimientos: era el
precio que había que pagar. La
Libreta a cambio de sabiduría ¡qué difícil decisión!
Apunté
cuidadosamente la ecuación en un ticket arrugado del supermercado que llevaba
en el bolsillo, sin dejarme ni uno solo de aquellos signos cuyo significado se
ocultaba, paradójicamente, a mi mente privilegiada, pero que salvaguardaban el
secreto de aquel templo sagrado como soldados en permanente imaginaria.
La Libreta que había
adquirido con aquella cualidad extraordinaria resolvería la intrincada ecuación;
no sería vano mi sacrificio. Era ligera, manejable, tenía dos potentes pero
minúsculos altavoces a ambos lados y entre ellos debía estar el nanodifusor de
sonido porque era inapreciable a la vista humana; una espiral interminable
giraba y giraba sobe sí misma en todas direcciones, activando la batería que se
alimentaba con rayos ultracatólicos. Solo reconocía la voz de su propietario
que registraba automáticamente con solo adquirirla. Venía acompañada de un
libro de instrucciones en quince volúmenes virtuales que tuve que estudiar concienzudamente
para inicianizarla. Conocer todas sus cualidades me acercaría un poco más a mi
destino.
Antes de
realizar esta operación por primera vez, era imprescindible introducir en sus dos
discos todos los datos que solicitaba a través de su sistema de vociferación
indirecta. Superada la fase de suministro de información a los discos, el
unívoco y el biunívoco —el más complejo— había que pasar a inicializarlos en el
punto exacto, según las indicaciones del prospecto virtual. Al cabo de varias
horas de operaciones frustradas que se me hicieron interminables, deduje el
dato: no existía tal punto exacto. Dejé de lado las instrucciones, pues concluí
que debían pertenecer a una versión anterior de la Libreta. Ahora
entendía por qué nada coincidía con la mía. Opté por la intuición, arma que se
había demostrado definitivamente como la más eficaz para resolver aquel tipo de
dificultades y al fin completé el procedimiento. Cada vez me sentía más cerca
de mi salvación.
Tuve un momento
de pánico cuando la Libreta,
en una de aquellas respuestas, me dijo: “Error 45.678: voz irreconocible.” Era
cierto, me había quedado una leve ronquera, consecuencia de una gripe atrapada
durante el viaje. Tuve que reiniciar el sistema de vociferación indirecta.
La emoción me
embargaba, por fin estaba a punto de consumar la hazaña que ningún otro hombre
había logrado antes de mí. Pasé el ticket con la fórmula por el detector óptico
heterodino de mi Libreta y esta me confirmó: “Leyendo con el SMDEI” (Sistema Matemático
Diferencial de Ecuaciones Inteligentes). Sabía que con ese sistema era
imposible que la ecuación se me resistiera, nunca me había fallado. Sin
embargo, al cabo de pocos segundos me dijo: “Lectura imposible: información
arrugada” Cogí de nuevo el ticket e intenté alisarlo con esmero, lo pasé de
nuevo por el detector y me volvió a repetir el mensaje confirmando el inicio de
la lectura. Esta vez no hubo contratiempos e inició el proceso de cálculo.
Desconocía la capacidad del sistema en estos nuevos artilugios de carácter
fantástico, dado que era mi primera experiencia con uno de ellos. Pero estaba
cada vez más cerca.
Durante el procedimiento
de descodificación de la fórmula la
Libreta conectó telepáticamente con mi memoria musical e
inmediatamente sonó mi ópera preferida: el Carmina Burana, en versión dirigida
por Zaratustra, discípulo del virtuosísimo Friedrich Nietzsche. ¡Quedé
sobrecogido! Aquella música me envolvía y me transportaba a tiempos remotos,
tiempos ingenuos y crédulos. A continuación conectó con esa misma memoria, pero
referida a mi sentido olfativo, y una fragancia mohosa y rancia penetró por mis
pelillos nasales. El olor los erizó y me trasladó a lugares inciertos y a lejanas
mujeres de la vida. Supuse que los esfuerzos de la Libreta por halagar mis
sentidos debía interpretarlos como una disculpa por su tardanza. No dejaba de
asombrarme el artilugio.
Sin embargo, al
cabo de solo unos minutos disparó un haz de luz láser muy potente que proyectó
sobre la Puerta. Al
final del haz de luz iban saliendo los deseados números que resolvían la
endemoniada ecuación:
¡Por supuesto! ¡Cómo
no me había dado cuenta, era evidente, hasta un niño la habría resuelto! Sentí
una cierta frustración teñida de sonrojo.
En unos segundos
la luz se apagó: ¡No había tenido la precaución de anotar el resultado! ¿Y si
lo había perdido para siempre?
Pero la Libreta volvió a asombrarme:
inmediatamente oí un quejido prolongado y la Puerta se fue deslizando poco a poco hacia el
interior. ¿Qué me aguardaba en aquel lugar que yo había concebido como aquel en
que encontraría la fórmula del ansiado antídoto?
Tantos meses de
espera habían ido tejiendo en mi imaginación un espejismo que al fin creí tener
ante mí.
Aquel intrépido
paso para la Humanidad
había llegado y yo iba a ser su excepcional protagonista: cuando cesó el
chirrido de los goznes herrumbrados, la Puerta de la Habitación quedó
completamente abierta. Avancé temeroso sin saber cuál sería la visión que me
ofrecería su interior.
Al entrar la
oscuridad me cegó, solo un hilo de luz solar penetraba en la estancia a través
de una claraboya del techo que apenas la iluminaba; el hilo de luz descendía en
una dirección perpendicular levemente inclinada hasta el suelo y a través de él
se veían millones de partículas de polvo en suspensión de los cientos de
millones que ensuciaban la habitación.
¿Sería esa la luz que me revelaría la
fórmula? Me situé debajo, me mantuve inmóvil y expectante unos minutos: nada. A
medida que mis ojos se acostumbraban a la oscuridad, fui recorriendo la
estancia buscando algo, otra puerta, algún indicio que me condujera al lugar
que escondía la solución. Vano intento: era la vacuidad absoluta.
Aquello desató
mi desesperación: ¡todo aquel tiempo y esfuerzos dedicados… a nada! Mis esperanzas
se vinieron abajo y yo con ellas, me senté con dificultad en el suelo
polvoriento y lloré con amargura.
Tuve que aceptar
que mi búsqueda había sido inútil. No podría salvarme yo ni salvar a la Humanidad.
Reponiéndome por
un instante a tanta pesadumbre, miré hacia la Puerta en un intento desesperado de salir para
poder advertir a cualquier otro ingenuo de su gran error, pero ya estaba
clausurada para siempre. Con ella se cerraba también la posibilidad de revelar mi
desolador testimonio: había errado el camino; este solo llevaba a un callejón
sin salida.
Es esa certidumbre
la que me ha llevado a dejar constancia escrita de mi experiencia antes de
morir y pasarla por debajo de la
Puerta, confiando en que alguien recoja este testigo y pueda
entregar mi negativa experiencia a la Humanidad.
la matemáticas no es una ciencia exacta y tengo como demostrarlo,
ResponderEliminaren fin, tu también lo haces, y muy bien
saludos
Marta que relato tan completo. Tiene de todo, imaginación, elementos, escenario, suspenso y muy buena definición final.
ResponderEliminarEs extenso pero se deja leer de un tirón, la verdad me parece un relato de una calidad inmejorable.
Te felicito!!!
Un abrazo.