¡El hombre, no se lo podía creer!. Quería salir de su pequeño utilitario, pero por mucho que empujaba, no se abría ninguna puerta. Lo intentaba una y otra vez y nada. Rompería los cristales, si estos no bajaban, con las manos o con los zapatos. Nada. Le entró un sudor frío que le empujaba a una velocidad de vértigo hacia el desespero, directamente al abismo. Los otros coches, que como él estaban atrapados en aquel atasco de tráfico en una calle de salida de la ciudad, lo miraban con la indeferencia, con que se mira al vecino de al lado: de soslayo. Las señoras conductoras, muy puestas en su papel de señoras estresadas, por la familia y el trabajo, seguían hablando por teléfono mientras repasaban con la mirada el aspecto de sus manos y el maquillaje de su cara en el espejo retrovisor. Los hombres casi siempre con papeles, revisando quietos sus asuntos, sus papeles, sus periódicos...
Incluso en aquella escapada masiva provocada por un enemigo
desconocido e invisible, cada cual iba centrado en sus propios asuntos y preocupaciones.
Todos parecían no darse cuenta de nada y tampoco sospechaban que aquel hombre, atrapado dentro de su vehículo, luchaba con todas sus fuerzas para que le vieran. El tiempo pasaba. El atasco no se disolvía y nadie se movía. Todos sin pestañear eran completamente ajenos a la gran angustia de aquel hombre atrapado y medio ahogado.
Pronto se dio cuenta de que ya no lo veían, habían desaparecido de su vista y él tampoco podía mirarlos a ellos. El vaho de su propia respiración ya no le dejaba ver nada con claridad. Y esto le aturdía más y más. Cada vez más. No podía chillar y ya no veía a nadie para pedir auxilio. Solo se trataba de que abriesen la puerta desde fuera, pero no lo sabían ni nadie se percató de la situación. Ni al tocar insistentemente el claxon, solo recibió que protestas con más pitadas, hasta que agotó la batería. El miedo se adueñó de él. Se encontraba desvalido. Luchaba contra todos los elementos y contra su propio miedo. Se sentía perdido, solo en el mundo y abandonado a su suerte. Ya no quedaba nada donde aferrarse. Nada.
Cerró los ojos, quería descansar un poco. Si, si eso, descansar. Enseguida se dio cuenta que lo conseguiría, en un lugar que hasta entonces no había atinado.
Bajo la cabeza hasta los pedales del acelerador y el embrague. Ya le empezaba a entrar por una pequeña rotura de la junta de goma el aire fresco de la playa, aquella playa desierta que hacia tanto tiempo soñaba. Y allí estaba ¡¡¡Santo Dios que felicidad!!! Era el goce supremo que por fin empezaba a tocar con la punta de los dedos.
Aportación de Montserrat Sala del blog Refexións en veu alta
Un relato realmente angustioso. Con estos fuertes calores enfrentarse a un atasco como el que describes y en esas extremas circunstancias es algo pavoroso.
ResponderEliminarUna excelente aportación a las crónicas, un relato diferente y muy cotidiano.
Muchas gracias Montserrat, eres un encanto.
Hola Montserrat!
ResponderEliminarQué angustia!! yo que,entre otras cosas, soy bastante claustrofóbica he sentido la falta del aire leyendo tu relato, ya me estaba agachando entre los pedales yo también.
Ese éxodo masivo huyendo de no saben my bien qué, tiene que ser horrible y desquiciante dando lugar a escenas de lo más variopinto.
Genial tu relato!
Besos
Tere
Gracias a ti, José Vicente. Escribí este corto, después de un atasco que soporté i sufrí, durante tres horas mas o menos. Aunque no estaba encerrada dentro del coche, sentí igualmente una claustrofobia agobiante. Empecé a fijarme en los otros conductores, que impertérritos, aguantaban, cada uno a su manera, el mal momento, que se nos presentó a todos. Una incomodidad, muy frecuente en nuestros dias. En especial en las ocasiones de salida masiva de puentes o vacaciones. Si le sumamos, algun accidente o simple tortazo, ya se monta el belén. Y no queda mas remedio que aguantar el tipo.
ResponderEliminarHas escogido una foto estupenda para ilustrar mis palabras. Muchas gracias de nuevo
Hola Teres Otero: Celebro que ni texto te haya gustado. Eres muy amable al dedicarme tu elogio.
ResponderEliminarGracias, amiga.
Hola Montserrat
ResponderEliminarVerdaderamente este relato provoca una angustia empatizada con el protagonista.
Madre mía verse encerrado en el coche, parece que leyendo vaya faltando el aire, Menos mal que al final, hay este hilillo de esperanza de un aire nuevo en contacto con la playa.
Petons, Montserrat Llagostera
Ahhhh¡¡ aún me ahogo con la lectura jajaja y sabes... me ha recordado mucho, mucho a aquella película del desaparecido actor que protagonizó " La Cabina" José Luis López Vazquez.
ResponderEliminarUn abrazo.
Me temo Montserrat que no has acabado de comprender el final del relato. vuelve a leerlo. Sinó me lo dices que te lo explico. Muchas gracias por comentar.
ResponderEliminarTe envio un abrazo fuerte.
Hola Ysupais: Si, tienes razón es el mismo tema que La Cabina. La claustrofóbia, es un miedo incontrolado, que hace sufrir a muchas personas. Y esta en muchas partes.
ResponderEliminarCelebro quu te haya gustado, este texto corto.
Unn abrazo y gracias por comentar.
Marta C.:te agradezco infinito tus palabras y celebro que el relato haya sido de tu agrado.
ResponderEliminarTe envio un cordial saludo.
Te quejabas tú en mi blog de estar en babia y mira yo, que me acabo de enterar que en este blog que puedo localizar y puedo seguir leyéndote... los de nuestra especie "parrera" no tenemos remedio!
ResponderEliminarBesos
Lupa
Es un relato intrèpido y claustrofòbico....me ha sorprendido. Enhorabuena
ResponderEliminarun abrazo
fus
Lupa: no, es verdad; no tenemos remedio, pero:¿queremos el remedio? porque ahí esta el quid de la cuestión.
ResponderEliminarGracias por pasarte. Un beso.
Hola fus: claustrofóbico si que es. Espero que te haya sorprendido para bién.
ResponderEliminarTe agradezco de veras tu comentario.
Un abrazo.
Desesperante, a medida que uno avanza en la lectura siente la angustia asfixiante del protagonista que finalmente consigue ese descanso y ese aire aunque sea el último.
ResponderEliminarUn abrazo.