12/12/2012 - "Os ruego me disculpen"
Siempre he sido un hombre tranquilo y de aspiraciones espirituales. Desde pequeño, he mirado el mundo de manera distinta a como lo hacían los niños de mi edad. Cuando ellos pensaban en jugar a los “Power rangers” yo disfrutaba de la tranquilidad que emanaba del viento y de los árboles. Algo dentro de mí, se sentía unido a ellos. Podía sentir emociones intensas con solo oler el aroma de las plantas. Mi vida, aunque con alguna tapadera para no mostrar el “loco” que realmente soy a ojos de los demás, siempre ha sido una búsqueda de la verdad oculta e infinita, que se esconde en cada partícula que mora en el universo. Luego todo fue distinto. Al hacerme mayor, quise conocer la ciencia del hombre. Pero solo encontré a hombres-niño, que jugaban a ser maestros, guiados por palabras y verdades que no eran las suyas. Más no me importaba en absoluto que aquellos pobres, perdidos en su propia ignorancia, pudiesen estar equivocados o no. Tenía claro un objetivo: convertirme algún día, en alguien que ha conocido el sentido último de todo cuanto le rodea. Alguien, a quien la gente venidera, siguiese ciegamente, convirtiendo así una verdad duramente buscada y merecida, en una secta de palabras carentes de significado.
¿Acaso Siddharta o Jesus se convirtieron en Buddha y Jesucristo, abrazando un dogma ciegamente? Eso es todo lo que tengo que decir a quien me esté escuchando allá arriba en el firmamento estrellado de esta noche tan preciosa. Os contaré mi historia final, pues aunque no podáis escucharme, sé que alguien ahí arriba, quizá en alguna estación espacial, sigue viviendo ajeno a todo este caos. Quizá ellos puedan algún día repoblar la tierra, si es que podéis aterrizar. Quizá haya esperanzas. Ni lo sé, ni me importa. En fin, no me importa si hablo solo en estos últimos minutos que me quedan. Las manos me pican muchísimo. Es algo molesto, pero pronto dejaran de molestarme. En cualquier caso, allá va mi historia:
No sé como ni porque, acabé aquella noche compartiendo el fuego y la cerveza con no más de media docena de saqueadores. No preguntaron, supongo porque ya habían apurado más de veinte cervezas entre ellos. Me ofrecieron sentarme junto al fuego, al refugio del frío de la montaña y una lata de cerveza. No soy aficionado a la bebida, pero fue bien recibida por mi estómago. Uno de ellos, tras la breve presentación, continúo con la conversación que llevaban manteniendo durante toda la noche junto al fuego.
-Camaradas, brindo por esa mierda de virus que tanto nos ha dado. –Dijo alzando su lata de cerveza. –Como iba diciendo, en estas ultimas semanas, ese virus cabrón me ha dado más de lo que he podido disfrutar en toda mi vida. Hace pocos días sin ir más lejos, haciendo una visita rutinaria por los apartamentos de la ciudad, me encontré a una pava que había estirado la pata con todo el chute todavía en el brazo. –Los demás rieron su gracia. Yo me dedique a escuchar, pues no sabía muy bien de que hablaban.
-Hay que ver Paquito… el vicio es muy malo. –Añadió. –Para que veas, el otro día entre en un piso para ver si había comida y de repente –Hizo aspavientos con las manos para dar énfasis a su relato. –Me encuentro a una pava to´ macizorra desnuda y debajo de quien debería ser su novio. Los dos estaban en pelotas. Se ve que querían morir corriéndose ¡los muy calforros! –Dijo entre risotadas mientras el resto se unía en un estruendoso festín de carcajadas sobre el mal ajeno.
Comenzaba a comprender de qué estaban hablando aquellos maleantes. No solo saqueaban todo lo que encontraban a su paso, sino que encima violaban la intimidad de aquellos que habían decidido morir dignamente. ¡Se burlaban de los muertos! Algo dentro de mí comenzó a sentir asco. Pero decidí darles un voto de confianza para ver si la conversación mejoraba. Al fin y al cabo esos pobres hombres morirían igual que todos nosotros y si así se divertían en sus últimos días… No soy quien para decirles lo contrario.
-A mi me gustaría morir así. Nos ha jodio, ese par eran bien listos. ¡Morir jodiendo, eso sí que es vida! –Comentó el que estaba sentado a mi derecha. –Dicen que la primera victima de este virus, murió vestido de tía. ¡Como el Carradine hace unos años! En fin… a gustos colores. –Y dicho esto apuró la cerveza con un largo trago.
Un silencio incomodo se adueño de la escena. Por un momento sentí miedo de que me preguntasen algo referente a la conversación que se estaba desarrollando.
-Ha pasado un Ángel. –Rompió el silencio uno de ellos, que parecía seriamente perjudicado por el alcohol.
-¡Hey Pepe!, todavía no te he preguntado que pasó el otro día. ¿Cómo es que te fuiste con el Jeep todo terreno y volviste con una mierda de Opel corsa?
-Pues veras… La ciudad parecía un puto cementerio, nano. No se escuchaba nada, solo algún gato peleándose y au. No pensaba que hubiese nadie vivo ya. Así que deje el coche con la puerta abierta y las llaves puestas y entré en el supermercado. –Hizo una pausa mientras esbozaba una sonrisa socarrona. –Y entonces oigo un ruido y pienso ¡coño, los picoletos!
-Serás gilipollas, como van a ser los picoletos ¡si no queda ni uno, flipao! –Le interrumpió Paquito.
-¡Yo que sé, nano! esos cabrones son capaces de todo para incluso no dejarte morir a gusto. Bueno total… que salgo para ver que pasa y veo como el Jeep se aleja, el muy cabrón. –De repente su semblante se tornó serio y apesadumbrado. –Soy un pringao, me han robado en el puto fin del mundo. Quedamos cuatro gatos y para una vez que me dejo el coche abierto, van y me roban.
Todos los allí presentes estallaron en carcajadas y el que se encontraba a la derecha de Pepe, le propino una palmada en la espalda a modo de compensación. Bueno, la conversación parecía estar relajándose. Esos tipos eran muy desagradables pero parecían tener corazón al fin y al cabo.
-Vamos Pepe anímate, mañana iremos a la ciudad y te buscaremos alguna “jamona” para que se te quiten las penas. –Le dijo aquel que le había palmeado la espalda.
Algo en mi mente crujió de puro horror. ¿Era posible que hablasen de ultrajar los últimos restos de otro ser humano? Ya no me apetecía quedarme allí. Esos desalmados tenían pinta de peligrosos.
-Tú, el nuevo, cuéntanos algo interesante sobre el fin del mundo. No has abierto la boca desde que has llegado. –La pregunta me sobresalto sacándome de mis pensamientos. Un sudor frío me recorrió la nuca.
-Pues… -Hice acopio de valor. –Días atrás, entre en una iglesia y allí encontré a una mujer en silla de ruedas, parecía tener alguna discapacidad severa, puesto que babeaba y no dejaba de mirar uno de los bancos donde un hombre estaba tumbado. Aquella imagen me afectó mucho. Lo último que deseaban esas personas, era que Dios les perdonase por sus pecados. Pero Dios no solo no apareció, sino que permitió que aquella pobre mujer discapacitada, muriese sola rodeada de cadáveres. –No pareció impresionarles mucho mi síntesis, pero al menos volvió a reinar el silencio.
-¡Vaya, tenemos a un filosofo hoy aquí! Dime una cosa. –Y se inclinó hacia delante para poder escucharme mejor. -¿Te tiraste a la vegetal esa, compañero? –Todos rieron sonoramente. Malditos borrachos. Yo negué con la cabeza inmediatamente, abrumado ante tal pregunta. – ¡Venga hombre, no tengas vergüenza! Aquí todos hemos desterrado la moralidad de nuestras vidas. -Hizo una pausa y señaló a un hombre que había permanecido callado durante toda la noche al igual que yo. -Ese de ahí, que está más blanco que Nosferatu, nos confeso una vez que había matado a su madre por no sé qué leches de un cumpleaños. Hasta la fecha no ha vuelto a abrir la boca. - De nuevo hizo una pausa y todos le miramos. Yo especialmente horrorizado. -Así que ya ves, ninguno de los que estamos aquí tenemos derecho a juzgarte... ¿Te la tiraste o no, compañero? –Volvió a decir, haciendo que mi mente se retorciese de espanto y agonía. Volví a negar con la cabeza, tratando de reprimir un fuego interior que me impulsaba a destrozar a aquel tío a puñetazos. Al ver que negaba con al cabeza, uno de ellos intervino en la conversación.
-¡No jodas nano! Tu no estas bien de la cabeza. ¿Sabes cuantas mujeres quedan vivas sobre la faz de la tierra? No sabes la suerte que tuviste al encontrar a un agujero bien calentito. Si yo hubiese sido tú, me la hubiese beneficiado hasta morir de agotamiento. No sabes lo que es tirarte a un fiambre frío y reseco. -No podía soportarlo más. Una arcada me recorrió todo el cuerpo, seguido de un escalofrío lleno de fría ira. Aquello había llegado demasiado lejos. Panda de orangutanes en celo. Por culpa de gente como ellos, el mundo se había ido a la mierda y a mi me tocaba resignarme y escuchar a esos cabrones, mientras la maldita mano me picaba lo que no está escrito.
-Yo creo que Dios si que existe. –Dijo uno de ellos, cambiando de tema. La cosa prometía. –Hace unos días, entré en un chalet y me encontré a una pava tremenda, con un pelazo moreno. Totalmente maquillada y con un vestidito negro que dejaba poco a la imaginación. –Dio un trago para hacer una pausa. –Sin duda fue un regalo que me hizo Dios porque ¡la tía hace poco que había muerto y todavía estaba caliente la muy zorra! Le di las gracias a “el altísimo” mientras me bajaba los pantalones y me montaba encima de mi nuevo regalo.
Mis ojos se abrieron como platos. Todos se quedaron mirándome, pero no me importaba. No podía soportarlo. No quería creer lo que me decían esos tipos.
-¿Muchacho, que te pasa? –preguntó uno de ellos.
- Os ruego me disculpen caballeros. –Conseguí balbucear. -¿Alguien siente picores en la mano o las piernas?. Todos negaron con la cabeza, extrañados ante tal incoherencia de pregunta. -Necesito… necesito tomar el aire. –Les dije. Incorporándome pesadamente.
Me adentre en el oscuro bosque y arroje hasta la primera papilla sobre el tronco de un gran árbol. Esos malditos cerdos ni siquiera tenían síntomas de la muerte dulce. ¿Cómo era posible aquello? Unas vidas llenas de depravación y salvajismo sin consecuencias. Y a mi me tocaba pagar por sus pecados, cuando lo más grave que había hecho era robarle cigarrillos a mi padre. La locura se desató dentro de mí. De pronto creí sentir la verdad oculta en todas las cosas. Cada uno es su propio Dios y aquellos hombres habían vivido sus vidas a su manera. Sin dogmas y sin ataduras. No eran unos valores muy correctos pero ¿Y si todo eso fuesen engaños y lo único que importase fuese ser fiel a uno mismo, sin engaños ni mascaras de civismo? La verdad absoluta se mostraba perturbadora en mi mente. Pero por fin lo comprendí. Sin duda, esta noche yo me convertiría en un Dios purificador de cerdos carroñeros. Sería fiel a mi mismo por una vez en mi vida y haría aquello que me pide el cuerpo.
- Os ruego me disculpen caballeros. –Conseguí balbucear. -¿Alguien siente picores en la mano o las piernas?. Todos negaron con la cabeza, extrañados ante tal incoherencia de pregunta. -Necesito… necesito tomar el aire. –Les dije. Incorporándome pesadamente.
Me adentre en el oscuro bosque y arroje hasta la primera papilla sobre el tronco de un gran árbol. Esos malditos cerdos ni siquiera tenían síntomas de la muerte dulce. ¿Cómo era posible aquello? Unas vidas llenas de depravación y salvajismo sin consecuencias. Y a mi me tocaba pagar por sus pecados, cuando lo más grave que había hecho era robarle cigarrillos a mi padre. La locura se desató dentro de mí. De pronto creí sentir la verdad oculta en todas las cosas. Cada uno es su propio Dios y aquellos hombres habían vivido sus vidas a su manera. Sin dogmas y sin ataduras. No eran unos valores muy correctos pero ¿Y si todo eso fuesen engaños y lo único que importase fuese ser fiel a uno mismo, sin engaños ni mascaras de civismo? La verdad absoluta se mostraba perturbadora en mi mente. Pero por fin lo comprendí. Sin duda, esta noche yo me convertiría en un Dios purificador de cerdos carroñeros. Sería fiel a mi mismo por una vez en mi vida y haría aquello que me pide el cuerpo.
Agarre una rama del suelo y volví junto a la fogata.
Todos se quedaron mirándome extrañados, esperando que yo hablase.
-Vosotros no merecéis una muerte dulce.
No hubo más palabras. Era todo lo que necesitaban oír. Una furia indecible se apoderó de mi cuerpo y acabé con todos ellos. Quería que sufrieran. Quizá la muerte dulce era una salvación. Quizá todos merecíamos una muerte dulce y poder elegir como morir. Tal vez algo superior nos estuviese salvando de gente como estos cerdos. Todo pasó muy deprisa. Yo solo podía escuchar el sonido de huesos que se rompen. Cuando por fin recobré la conciencia, vi que estaban esparcidos en el suelo lamentándose y llevándose las manos a algún miembro roto. Poco a poco, fui rompiéndoles las extremidades para que no pudiesen moverse y a los que todavía conservaban la conciencia, los tumbaba de forma y manera que la cara quedase dentro de la hoguera.
Me adentré de nuevo en el bosque escuchando a lo lejos sus gemidos y gritos de agonía…
Y aquí estoy, contándole mi historia a los árboles y las estrellas que tanto me inspiraron en vida. Si existe un ente superior que nos está castigando, sin duda no quería irme de este mundo siendo castigado sin motivo alguno. Al menos le ayudé en la medida de lo posible a limpiar el planeta. No hubiese muerto a gusto pensando que se me castigaba por nada.
Un pinchazo en el pecho, me indica que ya es la hora. Que mí tiempo aquí ha concluido y debo abandonar mi cuerpo. Realmente es una muerte dulce. Un pinchazo y se acabó. Sin embargo mi alma se halla inmersa en la felicidad eterna de saberse conocedora de su misma existencia.
¡Te ha quedado genial el relato! Es duro, violento, y bueno, muestra la peor cara del ser humano. Me ha gustado, es una muy buena aportación.
ResponderEliminarUn beso! ;)
Puffffffffff enseñas a la perfección el lado más feo que tenemos los humanos.Enhorabuena,lo bordasteis!!!
ResponderEliminarEs que el humano tiene muy poco de animal, amigo. Crudo pero más real de lo que parece. Bravo.
ResponderEliminarUn beso.
Pues ¿sabes qué te digo?... que me parece magnífico que ejerciera de juez y verdugo ¡sí señor!, ninguno de ellos merecía una "muerte dulce".
ResponderEliminar¡¡cuántos años sin 'oír' la expresión: "ha pasado un ángel"!! :)
abrazo a ambos
Muy bueno Gabriel, es un relato extraordinario y muy bien narrado. Muchas gracias
ResponderEliminarUn abrazo